Mi camino

El cocinero con más ganas de vivir

Por Héctor Marín

El día en que lo conocí, él estaba jugando una partida de futbolín en los recreativos de la Avenida Santa María. A un lado, él; en frente,  otros dos adolescentes.

Me fijé, y vi un chaval descarado, con carácter, un habla imparable, una risa como un vendaval y unas ganas incontenibles de pasarlo bien. Observé, mientras iba moviéndose de la defensa al ataque, que no levantaba casi dos palmos del suelo. Pero ser pequeño no fue ningún obstáculo para El Cocerilla, como era conocido entonces (los años noventa), en su pandilla y en la de su hermana mayor. No fue un obstáculo ni para ganar esa partida de futbolín ni otras tantas en que le vería vencer años después.

El día en que murió su hermana a los 22 años en un maldito accidente de tráfico fue entrado el mes de julio de 1999. La tragedia coincidió con la mayoría de edad del pequeño de la familia.

Sergio llegó al mundo en 1980, en Barcelona, rodeado de amor y prosperidad, como el feliz segundo hijo de José Luis Cócera y de Lourdes Yuste, el nieto de Bonifacio y de Valentina y el hermano (protegido) de Sandra. Una familia con un pie en Castelldefels (Barcelona) y el otro en su adorado Salvacañete (Cuenca).

Cuando entró en la veintena, era alegre, trabajador, soñador y tierno a la vez que aún un poco gamberrete. La pócima de siempre. Rodeado de una docena de amigos a los que a casi todos conoce desde la infancia (“son mi segunda familia”, suele decir), Sergio estrenó el milenio viviendo cada día como si fuera el último. Consciente de lo efímero de cuanto nos rodea, se bebía la vida a sorbos. Cada minuto es preciado, dice aún hoy a veces. Bien lo sabe el señor Cócera.

En fin. Todo y nada volvió a ser igual a partir de entonces en su vida.

Para ser rigurosos, él ya era fuerte antes de enfrentarse a aquella irreparable pérdida. ¿Cómo, si no, iba a jugar al baloncesto un niño al que sus rivales sacaban al menos un palmo de altura? Ya lo era. Y aquello le hizo serlo más, si cabe.

Siempre fuerte. Esa renovada fortaleza mental, esa redoblada capacidad de superación, lo ayudó a ganar nuevas partidas lejos de los recreativos y de las canchas.

Voy a estudiar para llegar a ser cocinero. Un cocinero bueno, ya me entiendes…, me dijo un día en que nos encontramos por la calle.

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La siguiente vez que lo vi, Sergio trabajaba ya de lo suyo como becario (metiendo y sacando merluzas, lubinas y entrecots a un cuarto frío). Hacía de todo en uno de los hoteles que el Grup Soteras tiene en Castelldefels. Soteras, el mismo grupo hostelero y la misma ciudad donde empezó como friegaplatos en los años ochenta un tal Ferran Adrià.

Sergio había entrado en la órbita del genial cocinero de L’Hospitalet pero él aún no lo sabía.

Después de empezar en un hotel de su querida Castefa, estuvo una larga temporada en Donostia a las órdenes de Juan Mari Arzak, un vasco sabio y entrañable con quien tuvo largas, íntimas y divertidas conversaciones sobre lo divino y lo humano. Fueron 18 meses en la cima culinaria de San Sebastián.

Imagínenlos. Arzak y Cócera departiendo a solas en un despacho cuando los demás ya se han ido a casa. Ojalá hubiera imágenes de las recomendaciones y directrices que el multipremiado y singular cocinero donostiarra daba a su discípulo. Un becario catalán espabilado que se movía por el establecimiento de tres estrellas Michelín con la misma soltura que en el perímetro de la vieja pista polideportiva de Castelldefels o por el pasillo del Babys. “Como en casa. Tengo las llaves de todo el restaurante, nen”, recuerdo que me dijo una vez con orgullo.

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Vale. El tío es fuerte. Un luchador. Pero, además, es un seductor. Va una confesión. A mí una de las cosas que más me gusta de Sergio Cócera es su risa.

No puedo evitarlo. Escucharlo reír mientras se golpea las palmas de las manos moviéndolas arriba y abajo a gran velocidad puede resultarme tan placentero como comerme uno de los platos de cocina moderna que constantemente incluye y quita de la carta del restaurante Casanova Beach Club.

El chaval siempre fue emotivo. El chaval siempre se hizo querer. Y en el hombre sigue estando el chaval. “Esencia”, sintetizaría él.

Todo le iba razonablemente bien cuando la tragedia volvió a golpearle años después. A su mejor amigo -vecino y un hermano para él- y a los padres de éste -como unos segundos padres- los asesinaron durante el atraco de una joyería. Era el 30 de noviembre de 2005. Reaparecían los demonios.

Sergio estaba entonces trabajando en un restaurante de la avenida Diagonal de Castelldefels. Por primera vez, a sus 25 años, mandaba en unos fogones. Los del restaurante Dos Mas, el primero en que fue jefe de cocina.

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Sergio me parece una persona muy alegre y divertida. Va a continuación otro ejemplo de esa explosiva mezcla de enorme generosidad, pasión desbordada, humana naturalidad y un punto de excentricidad suya que sigue seduciéndome como el día de los recreativos.

Unos años después de las experiencias en el Gran Hotel Rey Don Jaime y en Arzak, nuestro protagonista recala en El Bulli, un lugar mental que no necesita presentación. Allí, rodeado de la magia de Cala Montjoi (Roses), probablemente bajo el efecto de la tramuntana de L’Empordà, el recién llegado parió una anécdota por la que quién sabe si Berlanga habría dado un meñique. Una escena de realismo mágico. Una anécdota de autor. Sello Cócera.

Era 2007. En El Bulli. En la cocina pasa al lado suyo el patrón, don Ferran Adrià, estrella internacional, dueño del mejor restaurante del mundo… y se aparece el espíritu de Dalí.

-Ferran, no te he dicho que tengo un currículum original tuyo con el que empezaste a buscar trabajo de lavaplatos.

-No jodas [risas], ¿en serio?

-Claro, hombre [risas], lo pone.

-Qué bueno [risas], ¿de dónde lo has sacado?

-Del hotel Playafels, donde tú empezaste, y por donde yo también pasé. Ahí me hice con él [risas]

-¡Hostia [risas]!

-¿Lo quieres? [risas]

-Por supuesto [risas]. ¿Me lo darías?

-[risas] Mañana te lo traigo. Creo que es de 1983 [risas].

Y se lo trajo. La mayoría se lo hubiera vendido. O subastado en Internet por una cantidad de dinero grande. Pero míster Cócera, no.

Él es alguien que ve otras cosas donde él resto sólo ve lo normal. Y es algo de lo que pueden dar cuenta en el prestigioso Celler de Can Roca, por donde pasó como becario; en la Escola de Hostaleria de Castelldefels, donde fue profesor; o en la revista lo m+s, donde escribió de gastronomía.  Y en otros foros donde ha colaborado en causas humanitarias. Siempre en mil frentes, con ilusión. Y otros proyectos para los que no hay espacio, además de los que no pueden explicarse aún.

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Es un tipo capaz de ver cosas diferentes donde los demás sólo vemos algo habitual.

Una vez, me llamó para pedirme que nos viéramos inmediatamente. Le noté un poco alterado. Así que accedí y lo convoqué en mi casa tras el trabajo. A las nueve de la noche.

Era diciembre de 2009. El cocinero catalanomanchego se presentó subido en un Golf Cabriolet serie 2. Traía “una idea cojonuda” en la mente. Y una enorme barra de pan de medio bajo el brazo.

Así me aseguro de que cenemos: ya he estado antes en pisos de soltero, me dijo, partiéndose de la risa cuando  cruzó la puerta de entrada, a modo de saludo, con su inenarrable sonrisa tierno-pícara marca de la casa.

¡Jugón! Serginho, como a mí me gusta llamarle, buscaba ayuda para expresar y, sobre todo, escribir una idea que desde hacía días rondaba por su cabeza. Un proyecto nuevo y diferente. Quería, sin dejar de ser un cocinero, convertirse en un empresario de la gastronomía y servicios asociados.

El tío la vendía como la idea definitiva. Impaciente como el día de los recreativos, repetía que no podía esperar a que pasaran las Navidades para ponerla en marcha. “Ni siquiera un día más”, advertía, supurando emoción por los poros, como si de aquello dependiera el futuro de la civilización.

El paso del tiempo demostró que efectivamente la idea era cojonuda. Había ideado lo que unos días después se llamaría Lancaster Events, que luego pasaría a ser Grupo Lancaster. Y había escrito su filosofía, su oferta de servicios y otros iniciáticos documentos corporativos a su manera: a) en una noche de lunes, b) en el sofá de mi antiguo apartamento de la avenida Bellamar, c) entre una docena de risas histéricas y d) sobornándome con quince montaditos de calidad que él mismo preparó.

Pensé que la reunión serviría para pensar y establecer el enfoque de uno o dos textos de empresa que yo redactaría solo, en mi tiempo libre, esa misma semana. Qué ingenuidad. El cocinero de la risa huracanada no se fue hasta que no los escribimos y reescribimos varias veces. Así es nuestro amigo Sergio. Consigue lo que se propone. Y es meticuloso. En todo.

***

Dicho queda, pues, que hace muchos años que Sergio Cócera dejó de ser un cocinero revelación o un cocinero. Este verano, me dijo, fueron 150 los empleados a su cargo en cinco establecimientos. Ciento cincuenta. Emprendedor, empresario, cocinero, hostelero… Que cada uno lo encasille como quiera pero que todos tengan algo claro: nadie le ha regalado nada. Y otra más: le va la marcha.

Dejemos ahora que sea él quien hable sobre sí mismo: “Yo he empezado muchos cuadros pero no he acabado ninguno”, dice. “Así que ahora he dicho basta”. El mensaje es claro.

Conductor de una Vespa y un Range Rover, felizmente enamorado de Ágatha, Sergio afirma que también admira mucho a sus padres, a todos sus amigos, a sus socios, a empleados y compañeros de trabajo, a colegas de profesión como “Marc Fibla, Xavier Gutiérrez y Oriol Castro”, a Lionel Messi  y “a aventureros como Pedro Calleja”. Algo de aventurero tiene también Sergi, como cada vez más gente le conoce.

Tiene, además, un acusado lado rural. Para hablar de su amor por la vida en el campo, harían falta mil quinientas palabras más. Aficionado a pasear por el monte, a coger setas, a cazar y a pescar, Sergio es efectivamente un tío campechano. Si comete un error, se disculpa, le sale disculparse.

Vuelve a anunciarnos algo en una mañana soleada de noviembre. “Ahora soy una hormiga, te diría que en este 2017 he visto claro que me he convertido en una hormiga”, anuncia, sentado en el rincón de la terraza del Casanova Beach Club desde el que observa el rumbo de dos embarcaciones en el mar a la vez que el de una anciana de cabello gris que parece feliz sentada en una silla de ruedas empujada por una mujer sobre el estrecho paseo construido sobre la playa de Castelldefels.

Cócera se siente cómodo en su piel de hormiga. Se siente diligente y dinámico. Presuroso. Se siente rápido, ligero, veloz. Se siente en casa. En su tierra. En su hormiguero.

Lo que tal vez no siente es que lo de ser una hormiga, lo de convertirse en una hormiga, no es de ahora. Sin saberlo, él siempre ha sido una hormiga. En las aulas y en el patio de la escuela Los Llanos, en la puerta de los recreativos, en la zona de la destartalada pista de la polideportiva, en la pista de baile del Líder Baix, en la trastienda del Arzak, en las barbacoas del picnic de Can Roca, en las batidas de Salvacañete.

En todos esos escenarios, ya era un chico hormiga. Sonriente. Creativo. Exigente. Sociable. Lleno de emoción y pasión. Siempre con una broma a punto. Y con un inagotable vitalismo. Era el chico sensible y honrado que sólo pensaba en vivir, vivir y vivir. Y en esas sigue hoy.

Héctor Marín